
Una paradójica temporada política vive Europa en 2017. En su elección presidencial celebrada a dos vueltas, Francia ha roto con todos los paradigmas tradicionales de la V República al votar a Emanuel Macron, todo un cataclismo que podría cambiar para siempre el cariz político del país; por el contrario, el Reino Unido se apresta a celebrar unas elecciones que, de confirmarse la encuestas, proclamarían el inicio de un largo dominio del muy tradicional Partido Conservador. En Francia, la novedad y emoción de escoger un candidato con aires de renovador y de propinarle un fuerte varapalo a los partidos de siempre. En el Reino Unido, líderes grises y desgastados de un sistema político anquilosado y sin respuestas para los desafíos del siglo XXI.
Excepcional es la historia de Macron, académico, intelectual y economista autor de una tesis sobre el interés general, un doctorado sobre Hegel y una maestría sobre Maquiavelo. Este egresado de la Escuela de Administración Nacional (ENA), una de las fábricas de tecnócratas más famosas del mundo, tuvo éxito en las finanzas de la mano del grupo bancario Rothschild. Todo esto, sin olvidar su ya famosa historia rosa de su romance y boda con su maestra de literatura 23 años mayor que él.
Napoleón pedía que sus generales tuvieran talento, pero también (y, sobre todo) suerte. Con ambas cosas contó Macron en su meteórica carrera hacia el Palacio del Eliseo. Falto de experiencia en política, necesitó apenas dos años para transformarse en el ministro más popular del gobierno del presidente François Hollande. Dimitió al gabinete al entender que formar parte de un gobierno tan impopular significaba un pesado laste y formó un movimiento altamente personalizado que rehuyó definirse como de izquierda o de derecha. Aun así, el camino se veía cuesta arriba. Cierto que los socialistas aparecían condenados a un estrepitoso fracaso tras la gris administración de Hollande, pero entonces los comicios parecían un día de campo para Los Republicanos, la derecha tradicional heredera del gaullismo. Fue cuando arribó el factor “suerte”, el candidato Fillon se enredó en un absurdo escándalo de corrupción no tan grave para echarlo definitivamente de la contienda, pero lo suficientemente penoso como para restarle vitales puntos porcentuales.

Estas elecciones francesas fueron excepcionales también porque, al contrario de lo que ha sucedido en otras latitudes, el voto de protesta acabó por beneficiar, venturosamente, a un candidato del centro. Fue toda una “insurrección de los centristas”. Hasta ahora la protesta era terreno exclusivo de los extremos, con Marine Le Pen y su demagogia antieuropeísta, estatista, xenófoba y -como novedad- pretendido anti elitismo. No menos extremista (de hecho, hermana del lepenismo en algunas propuestas estatistas) apareció la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon. Por último, cabe decir que cualquier análisis del voto de protesta francés sería incompleto si no se menciona al creciente abstencionismo y a los votos nulos, que en esta ocasión alcanzó niveles récords: alrededor del 25% y 10% respectivamente.
El triunfo de Macron precipitó la crisis de todo el sistema político francés. El Partido Socialista vive peligro de muerte, con muchos de sus principales dirigentes en abierta desbandada. Los Republicanos padecen de sórdidas rivalidades entre “los duros” que quisieran oponerse a ultranza al nuevo gobierno y los moderados que negocian desde ya un acercamiento con Macron. Nada le conviene más a Macron que subsista este escenario de dispersión partidista para las elecciones parlamentarias que se celebrarán en junio para dirimir la conformación de la Asamblea Nacional. Un triunfo demasiado sólido de Los Republicanos haría del presidente un rehén del Parlamento y daría inicio a una cohabitación difícil. Recuérdese que la Francia de la V República tiene una constitución híbrida por la que el régimen es presidencial como el de los Estados Unidos cuando el partido del presidente tiene una mayoría de escaños en el Parlamento, y parlamentario como el del Reino Unido cuando no la tiene. Se ve muy difícil que el partido recién formado de Macron, En Marche!, de pobre implantación nacional, gane más de una pequeña fracción de asientos en junio. Quienes se perfilan ganadores son Los Republicanos. A Macron le conviene un triunfo de éstos lo más cerrado posible. Un escenario de mayoría absoluta para la derecha le sería muy adverso ya que podría trasladar el centro de poder para los próximos cinco años en el primer ministro y no en el presidente. Se repetiría la experiencia de las cohabitaciones de los ochentas (Mitterrand-Chirac) y los noventas (Chirac-Jospin) cuando el presidente permaneció ocioso en su palacio, sin autoridad soberana, mientras que el primer ministro, procedente del partido con mayoría absoluta parlamentaria, dirigía los asuntos del Estado. Pero una victoria relativa de Los Republicanos, sin una mayoría sólida o absoluta, debilitaría al Parlamento y fortalecería la imagen presidencial. Así, el primer ministro impulsaría reformas a través del Parlamento y Macron usaría su carisma y energía para vender esas reformas al pueblo.

Pero en política el escenario óptimo rara vez sucede, aunque Macron ha demostrado ser un chico con suerte. El problema es la gobernabilidad francesa. Nadie duda que Macron sepa lo que hay que hacer para transformar a Francia. Lo supieron también Sarkozy y Hollande, y sus gobiernos contaron con mayorías parlamentarias absolutas. Pero en Francia los obstáculos al cambio son inmensos, y la mayoría son extraparlamentarios: sindicatos poderosos, un sector público colosal, agricultores activos y confrontacionistas, una densa tradición estatista. Todos saben que Francia padece desde hace años de pesadas cargas fiscales y mercados de trabajo excesivamente regulados. Los gobiernos anteriores han luchado por las reformas de estímulo al crecimiento y creación de empleos, pero no resisten la prueba de la protesta popular. Y además del complejo panorama interno, Macron y su primer ministro tendrán que enfrentarse a Brexit, la crisis del euro y el desafío que significa para Europa la atroz administración Trump.
En el Reino Unido la historia es muy distinta. No hace mucho, en los comicios generales de 2010, todo indicaba que este país se enfilaba hacia una transformación definitiva de su sistema político. El tradicional binomio conservador-laborista fue desafiado por el buen resultado obtenido por los liberal-demócratas, los verdes, el partido eurófobo UKIP y los nacionalistas escoceses. Por primera vez en mucho tiempo el partido triunfador no obtuvo mayoría absoluta y el Reino Unido fue gobernado durante toda la legislatura de cinco años por una coalición conservador-liberal. Pero en los comicios de 2015 las aguas volvieron a su nivel. Los liberales se desgastaron como socios minoritarios de la coalición y obtuvieron un pésimo resultado, mientras que los laboristas sufrieron un severo descalabro debido a las posiciones radicales de su entonces candidato, Ed Miliband. Después vino el Brexit, la dimisión de Cameron y el arribo al gobierno de Theresa May, quien ha encabezado un gobierno errático e ineficiente pero que ha sido beneficiada de un inusual fenómeno: la oposición a los conservadores prácticamente ha dejado de existir
Los militantes del Partido Laborista, que se ha alternado en el poder con los conservadores desde los años veinte del siglo pasado, decidieron en 2015 ponerse la soga al cuello al escoger como su líder a Jeremy Corbyn, un socialista radical de patibulario carisma, adalid de aquellos que en la izquierda prefieren la prístina limpieza ideológica a la responsabilidad del poder, que ven más valor en formar parte de un club de autosatisfechos biempensantes que en tratar de transformar el mundo real. Para políticos como Corbyn ser de izquierda es más importante que ganar elecciones, por eso el ineficaz gobierno de May, internamente dividido, perplejo ante las exigencias de la salida de la UE y con una tendencia a cometer graves errores, aparece hoy como favorito no para ganar, sino para arrollar al laborismo en las urnas.

Asimismo, el ineficaz liderazgo de Corbyn fue uno de los principales responsables del triunfo del Brexit, ya que al hacer una débil campaña en favor de la permanencia dio la impresión de que a su partido le daba igual el resultado y que incluso, en el fondo, Corbyn quería el Brexit por considerar a la UE “un instrumento del capitalismo”. Con Corbyn volvió el laborismo la llamada Looney Left (izquierda lunática) de los años setenta y ochenta, la cual hacia las elecciones de 1983 presentó una plataforma tan radical que la prensa la llamó “la nota de suicidio más larga de la historia”. El resultado en aquel momento fue una abrumadora victoria de Margaret Thatcher. Hoy, la plataforma de Corbyn no es menos insensata que la de la Looney Left ochentera, aunque, eso sí, el texto es aún más largo.

Las otras opciones de oposición no están muchos mejor. Tras el triunfo del Brexit el frívolo líder del UKIP, Nigel Farage, dimitió arguyendo que “había cumplido su misión”. Dejó así a su partido huérfano de liderazgo, sumido en el caos de las luchas internas y bajo la amenaza incluso del aniquilamiento. Los liberales gozaron de un liderazgo interesante hacia las elecciones de 2010 con Nick Clegg, pero tras la coalición con los tories Clegg sufrió un gran desprestigió y dimitió tras los comicios de 2015, siendo sustituido por el gris Tim Farron, personaje de una irrelevancia tal que a pesar de ser los liberales la opción más claramente europeísta, éstos al parecer no se verán beneficiados en las urnas de la forma en la que se supondría lo serían si supieran cortejar mejor al 47 por ciento de los ciudadanos que votaron por la permanencia en la UE.
Este panorama de debilidad opositora convenció a Theresa May de convocar a elecciones generales anticipadas, con el objetivo de contar con una mayoría sólida durante las difíciles negociaciones que la esperan para el Brexit. Al comenzar la actual administración el Partido Conservador de la primera ministra sólo disponía de una exigua mayoría de 17 diputados en el Parlamento de Westminster, y las siguientes elecciones generales estaban previstas para 2020. En principio, este sorpresivo adelanto electoral es una buena estrategia, sin duda, pero si bien es cierto que la primera ministra se perfilaba, de inicio, rumbo a un holgado triunfo, lo cierto es que ha desarrollado una campaña desastrosa. May ha acusado a Europa de “trata de interferir en nuestras elecciones” para apelar al patriotismo de los brexiteros, pero las propuestas conservadoras en los temas internos como el sistema de sanidad, la educación, los servicios públicos, etc. son muy inconsistentes. Debe decirse, también, que el escaso carisma de la candidata no ayuda gran cosa. Asimismo, el gobierno conservador encara un riesgo mayor. El Brexit revivió las heridas nacionalistas. La primera ministra de Escocia, la independentista Nicola Sturgeon, transformó estas elecciones sorpresivas en un nuevo argumento a favor de la separación de su país del Reino Unido.
Los conservadores ganarán, sin duda, pero un resultado menos voluminoso del que se espera podría poner en cuestionamiento la capacidad de liderazgo de May. En todo caso, no deja de preocupar que una de las democracias aparentemente más sólidas del mundo vaya a las urnas con la perspectiva de consolidar una especie de “sistema de partido dominante” con una organización tan obsoleta como el Partido Conservador, carente de ideas a tono con el nuevo milenio, anquilosado en sus liderazgos, ajeno a cualquier tipo de renovación interna y cuya única vocación es mantener el poder a todo trance. C&E