
La sobredosis informativa cambia las reglas de la comunicación política.
Por Daniel Eskibel
¿Puedes imaginar a Robinson Crusoe sin su isla?
Claro que no. Pues esa isla es un rasgo esencial de su propia identidad de náufrago. Sin
la isla Robinson Crusoe no sería quien es.
Lo mismo ocurre con el votante del siglo 21: no lo podemos imaginar sin las pantallas
que lo bombardean con información a cada instante. Esa relación íntima y permanente
con sus pantallas lo define en gran medida y lo diferencia de votantes de otros
tiempos. Es el primer votante de la historia que tiene que gestionar la sobredosis
informativa que lo persigue desde smartphones, ordenadores y televisores.
Atado a esas brillantes superficies tal como Robinson Crusoe lo estaba a la isla, el
votante de hoy es un desafío para la comunicación política.
Breve historia de las pantallas
En el principio era el mito, como suele suceder.
Allí está Narciso, mirando su propia imagen reflejada en un curso de agua. Enamorado
de su propia imagen, el pobre Narciso se inclina hacia ella y cae en el agua. Se ahoga
en su propia imagen. Se ahoga en esa pantalla del agua que refleja su figura.
Revisitando el mito en el siglo 21 podemos sospechar que el narcisismo desbocado es
la fuerza interior que nos ata a las pantallas de nuestro tiempo. Nos buscamos a
nosotros mismos en los smartphones, los televisores, los ordenadores y las tablets.
Pantallas que tienen su historia, claro está.
Una pantalla es una superfice sobre la cual se proyecta una imagen. Esa imagen puede
ser la propia reflejada en los ojos de otros seres humanos o en el curso de agua que
tanto hechizó a Narciso. Pero también puede ser una imagen que solo está en la mente
y que se proyecta sobre las formas irregulares de las nubes o sobre objetos en
sombras.
Pero las pantallas en su sentido más actual surgen con el nacimiento del cine. Son
pantallas de gran tamaño, ubicadas en recintos cerrados ubicados estratégicamente en
las ciudades. Cada espectador está silencioso en medio de la oscuridad, percibiendo
que cerca suyo hay otras personas que se mantienen a una distancia socialmente
regulada, todos mirando en la misma dirección, como un ritual colectivo, como un
trance hipnótico en el que todas las miradas siguen el mismo haz de luz que proviene
de algún punto a sus espaldas y que estalla en imágenes sobre la pantalla.
Luego, a mediados del siglo veinte, surge la televisión. Ahora hay por lo menos una
pantalla en cada casa. Su tamaño está en sintonía con el mobiliario y el espectador
está cerca de ella, en un ambiente iluminado y en un contexto de conversación
familiar. Es una experiencia cotidiana, ya no ritual sino hábito. La imagen proviene del
interior mismo del aparato, frente al espectador, y la aparición del mando a distancia
inaugura una modesta posibilidad de interacción con la pantalla.

En el tramo final del siglo veinte irrumpe el ordenador personal. Ahora la pantalla está
no solamente en casa sino también en el trabajo. Y su propio tamaño y ubicación son
adecuados para trabajar. Se ubica en un espacio personal, cerca del cuerpo. Las
condiciones ambientales son también personalizadas. La experiencia de uso es otro
factor que se vuelve muy personal y el teclado facilita una interacción mucho más rica.
Tanto que la imagen parece surgir del propio teclado.
A comienzos del siglo veintiuno entra el smartphone en escena. La pantalla culmina su
viaje hacia lo pequeño, se adapta al tamaño de la mano y se vuelve omnipresente. Está
en todas partes y en todo momento. Ocupa un espacio íntimo y se presta a una
relación más íntima aún con el usuario. Miles de millones observan obsesivamente
esta pantalla mientras viajan en el metro, mientras caminan por la calle, mientras
esperan, mientras cenan con su familia, mientras trabajan o estudian, mientras hablan
o escuchan, mientras miran otra pantalla, mientras se duermen o mientras se
despiertan. La interacción es directamente a través de los dedos, sin intermediarios. Y
la imagen adquiere una cualidad casi mágica ya que parece surgir de la yema misma de
los dedos.
Así llegamos a 2020. Estábamos en plena sobredosis de pantalla. Y la pandemia de
Covid-19 nos multiplicó la dosis.
Efectos psicológicos de la sobredosis de pantallas
El cerebro humano mantiene las características esenciales que adoptó al configurarse
en la ya lejana Edad de Piedra. Ese cerebro arcaico, limitado y lento dedica una parte
importante de sus energías a procesar información.
Atención al verbo: procesar. Porque de nada le sirve al cerebro la simple acumulación,
el tosco almacenamiento de información. Lo que vale es procesar esa información,
elaborarla, analizarla, comprenderla, usarla en el mundo real.
Para procesar información el cerebro tiene que conectar lo nuevo con lo ya sabido,
tiene que comparar y contrastar, tiene que establecer redes de significado, tiene que
asimilar conceptos, tiene que concederse pausas y períodos de descanso. Nada de eso
puede hacer si está bombardeado por miles de estímulos diarios, muchos de ellos
simultáneos, muchas veces cargados de contenido emocional y otras tantas plagados
de confusiones e imprecisiones. Sin mencionar las fake news, que ya son otro tema.
En suma: en la era de las pantallas el cerebro está bombardeado, saturado, inundado
de una información que circula hasta el infinito, golpeado por datos imprecisos cuando
no simplemente falsos y padeciendo dificultades extremas para procesar
razonablemente toda esa avalancha informativa. Lo dicho: sobredosis informativa.
En este contexto el consumo de información asume algunas características cada vez
más negativas. Por ejemplo:
El consumo de información es ansioso. Todo debe ser rápido, inmediato,
ya mismo. Lo cual conduce inevitablemente hacia personas pobremente
informadas y altamente estresadas.
Se privilegia la información breve, tan breve que en ocasiones la única
pieza informativa que muchas personas toleran es apenas el título de una
noticia. El resto se adivina, se supone congruente con los saberes previos.
O con las opiniones previas.
Se privilegia lo superficial frente a lo profundo. Más vale sobrevolar una
información que ahondar en ella. No hay tiempo ni deseo de ir más allá,
más aún pudiendo saltar de link en link sin detenerse en ningún lugar
específico.

El consumo informativo es fragmentario. Los hechos, las ideas y las
personas estallan en pedazos y cada cual recoge algunos fragmentos y en
muchos casos valora el todo por una parte muy pequeña que es la que
conoce.
El consumo de información es irreflexivo. No hay tiempo para reflexionar,
no hay pausa, no hay silencio, no hay ese vacío informativo que es
imprescindible para cualquier reflexión.
La sobredosis de pantallas facilita la desinformación y el encierro de cada cual en su
propia burbuja de ideas. Además fortalece el sentido tribal, ese oscuro impulso a
dividir el mundo entre nosotros y ellos, los propios y los ajenos, los amigos y los
enemigos, los inmensamente buenos contra los satánicamente malos.
Cuando salimos de las pantallas el espejo se rompe. La realidad es siempre más
compleja, más contradictoria y llena de matices. Esta ruptura del espejo deriva en
desencanto, pasividad, muchas veces fanatismo y dadas ciertas condiciones hasta en
violencia social y política.
Ya lo sé: los tiempos que corren son duros para la comunicación política.
¿Cómo comunicarnos en la era de las pantallas?
Hay un tsunami de información devorándonos desde las pantallas. De nada sirve si nos
mimetizamos con ese maremoto y agregamos unas gotas de ansiedad, brevedad,
fragmentación, superficialidad y falta de reflexión. Eso también se lo llevará el tsunami.
¿Cómo logras que tu mensaje político sobreviva al tsunami?¿Qué puedes hacer para que tu mensaje se destaque entre miles de mensajes que van y vienen como enloquecidas estrellas fugaces? ¿Cuál es el camino para tu comunicación política en esta sociedad de las pantallas planas?
El camino de comunicación política que te sugiero tiene seis pilares básicos:
1. Investigación permanente acerca de los públicos con los cuales te vas a
comunicar: por lo menos perfil demográfico, perfil de personalidad,
emociones, hábitos de consumo de información y perfil político.
2. Creación y distribución sistemática de contenidos para esos públicos:
artículos, libros, podcasts, vídeos, infografías, fotografías, juegos,
reportes, canciones y cualquier otro formato que sea entretenido y
atractivo en sí mismo.
3. Mensajes políticos segmentados por perfiles psicológicos de la población.
4. Mensajes políticos estructurados en base a propuestas de solución a los
problemas específicos de cada target.
5. Creación y desarrollo de una potente imagen de marca del candidato y/o
del partido.
6. Incorporación sistemática de las emociones a la comunicación política.
Solo desarrollando en profundidad estos seis pilares podrás comunicarte con mayor
eficacia con ese Robinson Crusoe de las pantallas que es el votante de hoy.